lunes, 3 de septiembre de 2007

SOBRE EL TRABAJO INFANTIL Y LA NIÑEZ EN CONTEXTOS DE POBREZA (5)


Cifras

Actualmente la mayoría de los niños son pobres y la mayoría de los pobres son niños. Pese a la Declaración de los derechos del niño, los trabajadores niños no son sujeto de derechos en una sociedad mundial con serias fisuras éticas y democráticas a la hora de proteger la niñez.
La OIT (Organización Internacional del Trabajo) ha dado a conocer cifras: 250 millones de niños a lo largo y ancho de este planeta con riqueza para todos, cuyas edades oscilan entre los 5 y 14 años, se ven obligados a trabajar (para mantenerse o ayudar a su familia), en condiciones perjudiciales para su salud y bienestar. Entre ellos 120 millones, trabajan a jornada completa. El resto compatibiliza la actividad escolar con la laboral. En América latina, uno de cada 7 niños trabaja, es decir el 14,5% de la población infantil total. La proporción más alta se concentra en Haití con el 24%. En Argentina sería entre el 6% y el 11%, según las zonas geográficas.
Desconfiemos de las cifras. La desnutrición en estadísticas es una información. El hambre de Juan es una tristeza revulsiva. Respetar la absoluta alteridad del niño hambriento cuya lágrima pesa como la tierra implica desconfiar de los números. Los que hacemos comunicación, en general, no sabemos qué cosa horrible es el hambre, lo miramos por TV. Eso debe empujarnos a escribir, a filmar, a denunciar, a no dejar de resistir, pero sabiendo a la vez, que cuando decimos o escribimos esa secuencia de letras llamada hambre, nos colocamos frente a una realidad puramente nominal si no hemos experimentado qué es, verdaderamente, el Hambre.
El trabajo infantil es la evidencia palmaria de una infancia vaciada, que entre todos debemos volver a llenar.

SOBRE EL TRABAJO INFANTIL Y LA NIÑEZ EN CONTEXTOS DE POBREZA (4)

Los chicos pobres y su infancia robada

La pobreza excluye a los niños de las instituciones –como la familia, la escuela– que lo configuraban como sujeto colectivo con características específicas y que, en el marco de un Estado de Bienestar, le daban contención. El “niño trabajador”, como ya señaláramos, una combinación de palabras que crea un contrasentido, anulándose al borde de sí misma, está en los márgenes del bienestar, o aún peor, en la simple exclusión. La niñez es vaciada por el trabajo, el niño ya no es niño si trabaja en lugar de estudiar o de jugar. El trabajo, a su vez, deja de ser digno, cuando es ejercido por un niño. La prematurez del sustantivo “trabajo” respecto del adjetivo ”infantil”, borra las diferencias de edad y las etapas tradicionales de niñez, adolescencia, juventud, adultez, vejez, hace estallar el concepto “niño” en un tiempo desgarrado, o sea en una injusticia impúdica.
El tiempo del niño en la escuela, generalmente muy breve o intermitente, es lo único que les permite constituirse en “chicos”, en un tiempo de infancia. Son niños y adolescentes expulsados del tiempo de la niñez, de una infancia que requeriría ser asegurada y garantizada por los adultos.
La niñez, como todo o casi todo, ya no es más que un asunto de mercado, o sea de una lógica que no tiene sexo, ni edad, ni emoción, ni ideales u objetivos que no sean triturados y homologados por la máquina capitalista de la oferta y la demanda, por la compra y la venta.
Pasados los 10 años de edad, los niños comienzan a asumir cada vez más responsabilidades domésticas. Se auto-mantienen o contribuyen económicamente con el grupo familiar y ya no son contemplados y atendidos por los diferentes programas de intervención estatal.
El trabajo infantil siempre es en relación de dependencia con adultos que los explotan. Los empleadores tienden a no tomar a los chicos que van a la escuela. Quienes van a la escuela deben entonces mentir doblemente. A los maestros no les dicen que trabajan y a los empleadores no les dicen que estudian. Tienen temor de que la escuela intervenga porque trabajan en condiciones infrahumanas e ilegales. Cuentan las maestras que son los propios chicos quienes piden a la escuela que no haga nada, ya que necesitan trabajar “sea como sea”, y la situación genera en todos mucha impotencia. Lo más terrible es que la paga no siempre es en dinero, a veces sólo les ofrecen droga a cambio.
Juancito tiene 12 años y parece estar a cargo de sí mismo: cartonea y moja los cartones para que pesen más a la hora de entregarlos y recibir una miserable paga. Cuenta: “Se cobra poco, estás muy expuesto a la yuta y después es muy difícil zafar”. Las opciones se reducen a la mendicidad, prostitución o venta de droga, limpiar vidrios, vender pan casero.
La historia muestra que no ha existido sociedad sin trabajo infantil. Sin embargo, en la Argentina, los niños de la calle surgen visiblemente a fines de los 80, producto de la crisis económica gestada durante la dictadura y que se manifestó en otro tipo de fenómenos masivos como la migración, el proceso de desestructuración de la familia migrante, la constitución de grandes cordones de pobreza en las urbes, etc. La calle se transforma en el principal ámbito de referencia: el trabajo prematuro que allí se realiza, debilita los nexos de los chicos con sus familias y se generan otros que inducen a la callejización definitiva. Están expuestos a peligros físicos como la contaminación y el frío, producto de largas jornadas de permanencia a la intemperie. La mayoría termina desertando del sistema educativo, iniciando así una caída libre, desde la inequidad y la discriminación hacia la droga y la delincuencia. La marginalidad y la exclusión se perpetúan.

SOBRE EL TRABAJO INFANTIL Y LA NIÑEZ EN CONTEXTOS DE POBREZA (3)

La desigualdad

Si el sentido del binomio “trabajo infantil” es un sinsentido, eso significa que los niños trabajando, la prostitución infantil, la explotación, la miseria y la desigualdad han terminado con la infancia de los niños, prematuramente convertidos en adultos resentidos, frustrados, siempre proclives a la violencia o en ancianos sin apego a la vida. El mundo en el que han sobrevivido desde sus primeros latidos los ha violentado desde el vientre materno.
La infancia ha sido vaciada de su esencia: el proyecto, la ilusión, el porvenir. Un sistema la ha vaciado. La pregunta es: ¿quién la ha vaciado? Es el agente del verbo vaciar el que no es inocente. En un mundo que es un desierto superpoblado de objetos, sin siluetas humanas, sin alegría, sin optimismo, un neoliberalismo cada vez más implacable, un capitalismo cada vez más ciego vacían el contenido de aquella invención de la modernidad que era la esperanza misma de otra consigna moderna: “libertad, igualdad, fraternidad ”. Si hay niños que no son iguales en sus derechos efectivos, en la distribución de la riqueza y de las oportunidades, en el acceso a la salud y a la educación, significa que habrá seres humanos esclavos, enemigos entre sí por el resentimiento y los fanatismos. El trabajo infantil generado por la desigualdad vacía el sentido de la palabra esperanza.
Con un simple paseo por la calle y por los diarios podemos constatar que si hay tres niños morochos y en harapos caminando por la vereda son para la sociedad “menores vagabundos en actitud sospechosa”. Si, por el contrario son tres niños con ropa de sólido-inc, se trata de jóvenes que pasean y se divierten en pleno uso de sus derechos al espacio urbano. Menores alude a un léxico jurídico referido a la imputabilidad de los delitos y a la ideología de la seguridad. En tanto que jóvenes tiene una connotación positiva, vitalista, ya que ellos son el futuro, la reserva energética y moral de un mundo mejor. De estos dos universos contrapuestos y sus respectivas naturalizaciones todos somos cómplices. Los medios de comunicación pueden hacer mucho para que la sociedad rompa con estos estereotipos y estigmas.
El capitalismo, de la mano de la modernidad, inaugura entonces, la infancia, pero esta nace dividida, como dos hermanos confrontados: el niño burgués y aquel de las zonas pobres que tiene que trabajar para sobrevivir. Este niño es considerado “peligroso” por las clases acomodadas. Para él solo queda la calle, el trabajo, el desamparo y el instituto de menores, precursor de la cárcel.
En cambio, el niño burgués ejerce su derecho al estudio, al descanso, al juego y a una vida sin privaciones. Tuvo la suerte de nacer en cuna de oro. Pero como los niños “peligrosos” existen, él, a su vez, es un niño “en peligro”. Debe ser protegido. De allí que sus padres apelarán a la baja de la edad para la imputabilidad del delito, pedirán más cárceles en lugar de más escuelas. Más seguridad, aunque sea a fuerza de gatillo fácil y de prácticas racistas que habilitan al colectivo social a matar o dejar morir a los ninguneados, a quienes nacieron a la buena (o a la mala) de Dios.

SOBRE EL TRABAJO INFANTIL Y LA NIÑEZ EN CONTEXTOS DE POBREZA (2)

Infancia y modernidad

La niñez es un invento moderno, resultado histórico de un conjunto de prácticas promovidas desde el Estado burgués. Por ejemplo, las prácticas de puericultura, mantenimiento de los hijos, el higienismo, la filantropía y el control de la población dieron lugar a la familia burguesa, espacio privilegiado, durante la modernidad, de contención de niños. La escuela y el juzgado de menores también se ocuparon de ellos: la primera, educando la conciencia del hombre futuro; el segundo, promoviendo la figura del padre en el lugar de la ley, como sostén simbólico de la familia.
La producción simbólica e imaginaria de la modernidad sobre la infancia da lugar a prácticas y discursos específicos: discurso pedagógico, psicológico, médico-pediátrico, jurídico, la literatura infantil, etc. Es decir, que no hay infancia si no es por la intervención práctica de un numeroso conjunto de instituciones modernas de resguardo, tutela y asistencia a la niñez. Cuando esas instituciones tambalean, cuando el niño debe trabajar para su subsistencia, cuando el Estado no garantiza el cumplimiento efectivo de los derechos del niño, la infancia es vaciada.
La idea de inocencia, de docilidad, de latencia o espera para que el niño, incompleto en su naturaleza, se convierta en adulto, son robadas por el desamparo y el trabajo infantil. El niño ya no es el “hombre del porvenir”, la promesa en el futuro. La escuela en tanto institución moderna donde la niñez espera el futuro, también pierde su esencia.
Según UNICEF, no todo el trabajo infantil resulta contraproducente para los menores. Resulta inapropiado sólo si se lo ejerce durante demasiadas horas, provoca estrés físico o psicológico, existen malas condiciones de vida, el salario es inadecuado, trabajar impide concurrir a la escuela o no permite el normal desarrollo social y psicológico. A su vez divide en seis categorías el trabajo infantil: doméstico, servil o forzoso, industrial y agrícola, callejero, familiar y el de la explotación sexual con fines comerciales.
Las instituciones y discursos de la modernidad que construyeron o inventaron la infancia, hoy han mutado hacia los medios de comunicación; y el Estado nacional que garantizaba “bienestar” es desplazado por una lógica de Mercado donde el niño, sin diferencia respecto del adulto, es “consumidor” de bienes y servicios o “excluido” si no tiene capacidad económica. Pensemos en programas como los de Susana Giménez o Marcelo Tinelli, donde los chicos se exhiben como prodigios en feroces competencias y son arrancados del universo de la niñez. Este también es un costado, aparentemente más benigno, si lo comparamos con los “chicos de la calle”, de la infancia vaciada.
Si los niños están en iguales o mejores condiciones que los adultos para “generar recursos”, se advierte que la mentada “fragilidad” de la infancia que operaba como una razón moderna justificando la exclusión de la infancia del mundo del trabajo, es una producción histórica ya agotada.

SOBRE EL TRABAJO INFANTIL Y LA NIÑEZ EN CONTEXTOS DE PROBREZA (1)

¿Cuánto pesa una lágrima? Depende de quien llora. Si la lágrima es de un niño caprichoso, pesa tanto como el viento; si es de un niño con hambre, pesa tanto como la tierra.
Gianni Rodari

Trabajo infantil es una frase contradictoria, enloquecedora, indica un callejón sin salida, una cachetada feroz al ideal de la justicia. Una palabra neutraliza a la otra. La idea de “trabajo” disuelve la idea de “infancia”.
Definitivamente algo hace ruido en la aparición imperturbable de este sustantivo “trabajo” con este adjetivo “infantil” ¿Cómo no quedar descolocado ante su exceso y la tremenda realidad que refiere?
Infancia: fragilidad, crecimiento, necesidad de nutrición material y espiritual, indefensión, necesidad de ternura, de protección, deseo de plenitud, sueños de ser alguien, dignidad de poder algo. El trabajo infantil empuja a preguntarse si el concepto de infancia sigue aludiendo a algo, o ese algo ha mutado de tal manera que nos obligaría a buscar otro nombre.

Ahora hablan los chicos

Brisa tiene 9 años y desde que nació vive en la Bajada de San José, barrio Maldonado. Tiene ojos color miel y el pelo castaño oscuro le llega a los hombros. Es solitaria y cariñosa. Su voz es aguda, honda, punzante. Cuando calla, sus enormes ojos hablan.
Brisa quiere estar sola, no tiene amigas. Llora y dice que las otras chicas le pegan y la molestan. Acusa a Tania de que le pegó una trompada.
Tania tiene 10 años. Su pelo es dorado y su piel oscura. Se ríe para adentro. Sus movimientos son brutos y cuadrados.
Tania no lo niega y dice con una voz más de mujer que de niña: “Se lo tenia bien merecido”. Brisa, mueve enérgicamente la cabeza: “Yo no lo hice nada”. Aldana y Mariana, amigas de Tania, se sonríen astutamente. Brisa sale disparando a la casa de su abuela. Atraviesa la cancha, donde los chicos juegan al fútbol. Tania sabe que es más fuerte. Esta vez cree que ganó.
En la Bajada de San José nunca se puede escuchar el silencio. Desde cada rincón cuarteto, cumbia, gritos, ladridos, máquinas. El viento trae un aire que huele a latas herrumbradas, a pañales, carne podrida, plástico quemado. Pero eso no parece importarles, porque las chicas arman chozas y se imaginan que son princesas que habitan palacios impecables y lujosos. El olor tampoco lo sienten los chicos que juegan al “ladrón y al policía”, con cárceles de paja y ramas. Corren y se atrapan…
Entonces una nueva pelea derrumba los castillos y las comisarías y los trae de nuevo, la magia del juego desaparece y de vuelta el barrio, los gritos de la cancha, el cuarteto de fondo, las latas herrumbradas.
Muchos de ellos no juegan. Salen a vender tarjetas o como le dicen ellos a “tarjetear”. El colectivo E4 los aleja de su barrio y los lleva al centro. Van dejando tarjetas en los bares, mesa por mesa, a cambio de una moneda de cualquier valor.
Otros cartonean y mojan los cartones para que pesen más a la hora de entregarlos y recibir una miserable paga.