La desigualdad
Si el sentido del binomio “trabajo infantil” es un sinsentido, eso significa que los niños trabajando, la prostitución infantil, la explotación, la miseria y la desigualdad han terminado con la infancia de los niños, prematuramente convertidos en adultos resentidos, frustrados, siempre proclives a la violencia o en ancianos sin apego a la vida. El mundo en el que han sobrevivido desde sus primeros latidos los ha violentado desde el vientre materno.
La infancia ha sido vaciada de su esencia: el proyecto, la ilusión, el porvenir. Un sistema la ha vaciado. La pregunta es: ¿quién la ha vaciado? Es el agente del verbo vaciar el que no es inocente. En un mundo que es un desierto superpoblado de objetos, sin siluetas humanas, sin alegría, sin optimismo, un neoliberalismo cada vez más implacable, un capitalismo cada vez más ciego vacían el contenido de aquella invención de la modernidad que era la esperanza misma de otra consigna moderna: “libertad, igualdad, fraternidad ”. Si hay niños que no son iguales en sus derechos efectivos, en la distribución de la riqueza y de las oportunidades, en el acceso a la salud y a la educación, significa que habrá seres humanos esclavos, enemigos entre sí por el resentimiento y los fanatismos. El trabajo infantil generado por la desigualdad vacía el sentido de la palabra esperanza.
Con un simple paseo por la calle y por los diarios podemos constatar que si hay tres niños morochos y en harapos caminando por la vereda son para la sociedad “menores vagabundos en actitud sospechosa”. Si, por el contrario son tres niños con ropa de sólido-inc, se trata de jóvenes que pasean y se divierten en pleno uso de sus derechos al espacio urbano. Menores alude a un léxico jurídico referido a la imputabilidad de los delitos y a la ideología de la seguridad. En tanto que jóvenes tiene una connotación positiva, vitalista, ya que ellos son el futuro, la reserva energética y moral de un mundo mejor. De estos dos universos contrapuestos y sus respectivas naturalizaciones todos somos cómplices. Los medios de comunicación pueden hacer mucho para que la sociedad rompa con estos estereotipos y estigmas.
El capitalismo, de la mano de la modernidad, inaugura entonces, la infancia, pero esta nace dividida, como dos hermanos confrontados: el niño burgués y aquel de las zonas pobres que tiene que trabajar para sobrevivir. Este niño es considerado “peligroso” por las clases acomodadas. Para él solo queda la calle, el trabajo, el desamparo y el instituto de menores, precursor de la cárcel.
En cambio, el niño burgués ejerce su derecho al estudio, al descanso, al juego y a una vida sin privaciones. Tuvo la suerte de nacer en cuna de oro. Pero como los niños “peligrosos” existen, él, a su vez, es un niño “en peligro”. Debe ser protegido. De allí que sus padres apelarán a la baja de la edad para la imputabilidad del delito, pedirán más cárceles en lugar de más escuelas. Más seguridad, aunque sea a fuerza de gatillo fácil y de prácticas racistas que habilitan al colectivo social a matar o dejar morir a los ninguneados, a quienes nacieron a la buena (o a la mala) de Dios.
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