lunes, 3 de septiembre de 2007

SOBRE EL TRABAJO INFANTIL Y LA NIÑEZ EN CONTEXTOS DE POBREZA (4)

Los chicos pobres y su infancia robada

La pobreza excluye a los niños de las instituciones –como la familia, la escuela– que lo configuraban como sujeto colectivo con características específicas y que, en el marco de un Estado de Bienestar, le daban contención. El “niño trabajador”, como ya señaláramos, una combinación de palabras que crea un contrasentido, anulándose al borde de sí misma, está en los márgenes del bienestar, o aún peor, en la simple exclusión. La niñez es vaciada por el trabajo, el niño ya no es niño si trabaja en lugar de estudiar o de jugar. El trabajo, a su vez, deja de ser digno, cuando es ejercido por un niño. La prematurez del sustantivo “trabajo” respecto del adjetivo ”infantil”, borra las diferencias de edad y las etapas tradicionales de niñez, adolescencia, juventud, adultez, vejez, hace estallar el concepto “niño” en un tiempo desgarrado, o sea en una injusticia impúdica.
El tiempo del niño en la escuela, generalmente muy breve o intermitente, es lo único que les permite constituirse en “chicos”, en un tiempo de infancia. Son niños y adolescentes expulsados del tiempo de la niñez, de una infancia que requeriría ser asegurada y garantizada por los adultos.
La niñez, como todo o casi todo, ya no es más que un asunto de mercado, o sea de una lógica que no tiene sexo, ni edad, ni emoción, ni ideales u objetivos que no sean triturados y homologados por la máquina capitalista de la oferta y la demanda, por la compra y la venta.
Pasados los 10 años de edad, los niños comienzan a asumir cada vez más responsabilidades domésticas. Se auto-mantienen o contribuyen económicamente con el grupo familiar y ya no son contemplados y atendidos por los diferentes programas de intervención estatal.
El trabajo infantil siempre es en relación de dependencia con adultos que los explotan. Los empleadores tienden a no tomar a los chicos que van a la escuela. Quienes van a la escuela deben entonces mentir doblemente. A los maestros no les dicen que trabajan y a los empleadores no les dicen que estudian. Tienen temor de que la escuela intervenga porque trabajan en condiciones infrahumanas e ilegales. Cuentan las maestras que son los propios chicos quienes piden a la escuela que no haga nada, ya que necesitan trabajar “sea como sea”, y la situación genera en todos mucha impotencia. Lo más terrible es que la paga no siempre es en dinero, a veces sólo les ofrecen droga a cambio.
Juancito tiene 12 años y parece estar a cargo de sí mismo: cartonea y moja los cartones para que pesen más a la hora de entregarlos y recibir una miserable paga. Cuenta: “Se cobra poco, estás muy expuesto a la yuta y después es muy difícil zafar”. Las opciones se reducen a la mendicidad, prostitución o venta de droga, limpiar vidrios, vender pan casero.
La historia muestra que no ha existido sociedad sin trabajo infantil. Sin embargo, en la Argentina, los niños de la calle surgen visiblemente a fines de los 80, producto de la crisis económica gestada durante la dictadura y que se manifestó en otro tipo de fenómenos masivos como la migración, el proceso de desestructuración de la familia migrante, la constitución de grandes cordones de pobreza en las urbes, etc. La calle se transforma en el principal ámbito de referencia: el trabajo prematuro que allí se realiza, debilita los nexos de los chicos con sus familias y se generan otros que inducen a la callejización definitiva. Están expuestos a peligros físicos como la contaminación y el frío, producto de largas jornadas de permanencia a la intemperie. La mayoría termina desertando del sistema educativo, iniciando así una caída libre, desde la inequidad y la discriminación hacia la droga y la delincuencia. La marginalidad y la exclusión se perpetúan.

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